La literatura como salvavidas

 “Ladies and Gentlemen please remain seated.

The toilets are not in use at this time. Thank you.”

 

Aquí estoy sentado hecho un sandwich entre medio de dos señoras corpulentas en este viaje de Nueva York a Londres con destino final Bergen, Noruega hacia el Festival Borealis.

 

Iba leyendo muy entusiasmado la novela de César Aira “El Gran Misterio”. Andaba por la página 40 de 77. Casi su punto áureo. Hace un rato interrumpieron mi lectura anunciando que debíamos ajustarnos los cinturones porque entraríamos a una zona de turbulencias. La razón de la existencia de este texto es justamente el estar pasando hace ya unos 10 o 15 minutos… o 15 años por una zona de intensas turbulencias. El avión se agita como una pluma en el aire al capricho de lo incierto.

 

Hacía solamente un rato había terminado de cenar sin sacar la vista de mi libro. Con la placidez y la inmovilidad de un felino disfrutaba de un Rioja 2015. Ajeno a todo lo exterior, el líquido oscuro y las palabras de la novela de Aira creaban en mi una unidad perfecta de existencia. Ahora, mientras me agito contra mi voluntad -las sensaciones de la comida aún en el paladar junto al vino que envolvía el pasado inmediato mientras mis ojos absorbían otro líquido quizá menos concreto pero no menos real hecho de signos- yo, o lo que hasta este momento creo ser yo, escribo este texto.

 

Dejé de leer porque el movimiento era tan intenso que las letras comenzaron a deformarse de a poco en mis pupilas. Al comienzo unos movimientos leves que transformaban a la “o” en algo parecido a una cinta de moebius. Luego, a medida que los sacudones se hacían más intensos, la “t” o la “d” de la palabra “todo”, por ejemplo, se deformaban como si fueran trazos de una caligrafía oriental extravagante vistas desde un sueño. Las palabras comenzaban a perder su sentido para transformarse en puro gesto, pura plasticidad, puro juego caprichoso del Espacio/Tiempo.

 

La mente -que no cesa de hacer asociaciones- me llevó de golpe a una imagen de la infancia que nunca antes había revisitado: una tarde húmeda de verano en Posadas, cerca de la Placita Paraguaya, sentado en un muro de piedra frente a una escalera interminable también de piedra que daba al río, rodeada a sus costados de árboles de todo tipo, yo, de unos 7 años y un chicle Bazzoka en la boca ya sin gusto con el que me demoraba estirándolo con el pulgar e índice de la mano derecha, lentamente hacia arriba hasta alcanzar el límite de la distancia entre mi brazo extendido y los dientes, un instante de suspensión para evaluar con los ojos completamente levantados y sin mover la cabeza, satisfecho de la distancia lograda y de la curva elegante que iba trazando el chicle por su propio peso y así volver a absorberlo una vez más, como si fuera un fideo, compitiendo conmigo mismo en volver a ponerlo completo en la boca cada vez más rápido, como hace un mago con una paloma, un huevo o una moneda. Esas figuras que se creaban una y otra vez con el chicle rosa cansado e insípido fueron disparadas por el efecto de las letras en movimiento. Ya no sabía dónde estaba ni en qué tiempo. Comencé a marearme y cerré el libro.

 

Luego de dudar unos minutos abrí la computadora y por instinto comencé a escribir esto que estoy escribiendo ahora, tratando de dar con las teclas justas mientras nada queda ni por un instante en un lugar estable. No es fácil pasar de la placidez más extrema a esta insoportable incomodidad física y existencial. Las mujeres corpulentas que tengo a mis costados se fueron inquietando de manera exponencial. Los nervios que producía cada sacudón las acercan cada vez más a mi. Pegan sus brazos a los míos sujetándose fuertemente a los reposabrazos. Con una mirada fugaz me gustaría convencerlas de que aferrándose a mi no se aferran concretamente a nada ya que yo, como ellas, estoy suspendido dentro de esta carcasa frágil y provisoria que antes de despegar del aeropuerto JFK se veía tan sólida y arrogante y ahora baila al ritmo endiablado del los vientos árticos como si fuera una hoja seca. Pero no es posible. Hay un acuerdo tácito en no mirarse directamente a los ojos quizás por vergüenza, quizás por no querer ver reflejado en el rostro ajeno el pánico contenido.

 

Yo sigo tratando de escribir y de mantener fija la computadora apretándola con las muñecas de mis dos manos sobre mi regazo. La hoja está casi vacía pero tengo la sensación que estuve en esta posición hace rato y que ya hace rato estoy escribiendo. El tiempo -como el avión- es una entidad suspendida inestable sobre algo que no puedo nombrar. ¿qué es después de todo el Tiempo…?

 

Completo una hoja y salto a la siguiente que está vacía. De pronto me veo de afuera o de arriba en esa hoja vacía. Yo, en el centro de la hoja en blanco, un ser insignificante aplastado por dos señoras y los tres sobre un abismo blanco. Esta imagen traducida a una expresión casi matemática: una “i” minúscula entre dos paréntesis en reverso que me aplastan en el centro de la Nada:

 

 

 

 

 

 

                                                                                                   )i(

 

 

 

 

 

Me estoy dando cuenta que si llega a pasar algo con este avión no me habré despedido de casi nadie, no habré dejado un testamento, no habré estado en lugares que siempre pensé algún día iba a estar, las pirámides de Egipto o Machu Pichu, por ejemplo, no habré conocido a personas que hubieran iluminado y quizá cambiado aunque sea levemente mi paso por este mundo. No habré sacado ni la mitad de la música que todavía tengo adentro y no habré visto crecer hasta su juventud a mis tiernas.… De todo lo que no hubiera hecho si este avión no resistiera estos empujones árticos, la última posibilidad que nombré es la única que no soportaría.

 

Ahora, mientras miro la tapa de este libro de Aira “El Gran Misterio” pienso: nada es al azar. Las cosas pasan por una razón por más remota o descabellada que parezca. Viendo la tapa de este libro recuerdo el día que lo compré caminando en un momento de breve tranquilidad por la Avenida Santa Fe de Buenos Aires. Era Noviembre del año pasado. Lo ví como un gato ve a un ratón, quiero decir, iba escaneando velozmente una vidriera de novedades mientras caminaba sin parar y de pronto pum! vi esta tapa. Paré de golpe y un muchacho que venía detrás mío se topó con mi espalda. Giré rápidamente la cabeza, me disculpé con un gesto torpe y volví a mirar el libro siempre desde la vidriera. Me fui acercando como un felino a su presa, caminando lentamente sin sacar los ojos del libro. Ya de cerca pude apreciar con más detalle la delicadeza de la imagen oscura y el arte de tapa, a medio camino entre una red de pesca y un panal de abejas de cuyo centro emergía el título “El Gran Misterio”y arriba, con letras más chicas el nombre del autor “César Aira” y en el extremo inferior, con otra tipografía -y aún más chica- el nombre de la editorial absolutamente desconocida para mi,”blatt & ríos” todo esto me pareció de una atracción casi gastronómica. Entré a la librería, pedí el libro y me lo trajeron. Un libro delgado, elegante. Al tocarlo tuve esa sensación que se tiene al evaluar con la punta de los dedos una tela de alta calidad. Los dedos se deslizaban por la superficie como si estuviera tocando una seda de la Dinastía Song del Siglo XI. También recuerdo la sensación del peso del libro en las manos. Parecía no tener peso. Parecía flotar misteriosamente entre los dedos. Hice la prueba, saqué las manos que lo sostenían y efectivamente, quedó suspendido por un instante casi eterno en el aire. Lo compré inmediatamente. Pensaba que iba a entrar a un café a leerlo de una sentada. Sin embargo no fue así. Seguí caminando hacia el encuentro con un amigo. De ahí en más y como antes, es decir desde el momento en que había aterrizado en Buenos Aires viendo la tormenta monumental que se iba armando en el horizonte a las 8 de la mañana y que en pocas horas provocaría el diluvio que hizo cancelar un rato más tarde el Super-clásico Boca-River en la Bombonera- las circunstancias se fueron sucediendo unas tras otras como en un dominó y cuando me di cuenta -después de diez días- ya estaba nuevamente en Nueva York.

 

Al llegar ubiqué el libro en un lugar privilegiado donde podía verlo casi todo el tiempo. Esperé el momento justo para abrirlo y devorarlo como a unas fetas de prosciutto di Parma en una tarde primaveral. Sin embargo, nuevamente no fue así. Pasaron los días, las semanas y llegó, vertiginoso, el fin de año. Comenzó Enero con esa calma de la inacción pero aún así nunca parecía llegar el momento justo para leer “El Gran Misterio”. Me acostumbré a ver esa tapa que iba de a poco diciéndome algo. Lo que me decía era, más o menos “vas a leerme en una ocasión especial”.

 

Pasó completo el mes de Febrero, comenzó Marzo y aquí estoy ahora. Con el libro leído a medias, hasta su punto áureo. Dudando del futuro. No sólo del futuro mío sino de toda la así llamada Creación. Pensando que quizás nunca llegue a Londres. Y además de eso sin siquiera poder terminar de leer el libro que entonces sí podría llamarse doblemente “El Gran Misterio” para toda la eternidad….

 

Este libro fascinante tan liviano y tan cargado de ocurrencias que no suenan surrealistas sino por el contrario suenan de lo más creíbles cuando uno entra en la vorágine de la lectura, pero que al salirse de ella uno se da cuenta inmediatamente que estaba inmerso en otra dimensión de la realidad, con personajes y situaciones que solamente podrían ser concebidos en sueños, o en sueños de sueños.

 

Quizás esta historia fue contada hace millones de años y en esa historia este libro habría sido escrito por Aira para que yo lo leyera en estas circunstancias y que al leerlo -sin terminarlo- ocurriera mi final. Hay que felicitar a quien hubo escrito esta historia porque si ésta es mi guillotina, es una guillotina encantadora.

 

Quizás en aquella historia original lo que se escribió fue el libro dejando abierta a las circunstancias el autor de ese texto. Entonces no puedo dejar de pensar que yo podría haber sido el autor de El Gran Misterio y Aira -o cualquier otro- el elegido para estar en el lugar que yo estoy ahora. No es una idea descabellada. Recuerdo que en los años 90 así de la nada comencé a escribir poesía y también algunas historias. Por un tiempo escribir música y tener erupciones poéticas me gustaba. Hasta que comencé a percibir un problema: Cuando escribía algo que me parecía que contenía alguna gota de poesía no podía hacer otra cosa. Recuerdo que al escribir algunas líneas más o menos poéticas, digamos 3 versos como éstos:

 

Debo, ya mismo

masticar el Instante.

Hace tiempo que ayuno.

 

Esos tres versitos me dejaban dando vueltas por días como un trompo y no podía escribir música. No solamente no podía escribir música sino que no podía pensar en la música. Sólo quería volver a abrir mi cuaderno para leer y releer esas tres líneas.

 

Esto fue tornándose un problema porque ya había decido dedicar mi vida a escribir música. Fue una decisión inconsciente claro, pero decisión al fin. Un día, después de haber escrito un poema más o menos largo que justamente hablaba de una música que había escrito a medias para flauta y percusión, ese día, cuando terminé el texto que me ayudó a terminar la musica decidí no escribir más poesía y dedicar todas mis energías a la música, al sonido. Qué tontería, no?

 

Qué hubiera pasado si hubiera seguido escribiendo poemas y relatos y en algún momento se me hubiera ocurrido el texto exacto de El Gran Misterio? Entonces hubiera sido otro el sentenciado a leerlo y que su lectura abriera la puerta -o la ventana- de su final. Quizás haber dedicado mi vida a la literatura hace unos 25 años me hubiera salvado de esta situación absurda de estar flotando a la deriva -como un Quiroga del hielo- cerca del Artico aplastado además por dos señoras muy corpulentas. Hasta eso es una burla del destino!

 

Lo que hice en aquel momento crucial fue elegir la música. Y ni siquiera la música sino un aspecto de la música que es la composición. Actividad ingrata si las hay. Trasnochar por meses y meses escribiendo una música que será mal tocada una vez, con suerte dos veces, para pasar luego a un cajón por el resto de la eternidad. Y volver a escribir otra y así…

 

Vuelvo al presente de agitaciones intensas. Levanto la cabeza tratando de ver las caras de otras personas. No puedo ver caras. Ya nadie parece portar caras sino un desordenado arreglo de ojos, nariz, boca, labios, orejas, cachetes, cejas coronados por mucho pelo revuelto.

 

De pronto tengo esta ocurrencia. Qué tal si le pido a El Destino que simplemente me dé la posibilidad de terminar de leer este librito de 77 páginas y después sí que me lleve a donde quiera? No es una mala idea. Aunque sea terminaré de leer el libro. Si El Destino me diera esa oportunidad seguramente -pienso yo en secreto- me llevará el tiempo necesario para que esta tormenta por la que vamos atravesando se termine de una vez. De esa forma será la mismísima lectura la que me salvará de caer. Pero esto que pienso en secreto trato que El Destino no lo sepa, así me concede el pedido. 

 

Justo cuando estoy pensando en esto los sacudones monstruosos del avión comienzan a ser más esporádicos. Entonces sin cerrar la computadora abro nuevamente el libro. Busco la página 40 y me dispongo a leer como si nada hubiera pasado. Si bien los sacudones son cada vez menos frecuentes hay un temblequeo permanente que hace muy difícil la lectura. Interpreto esto como un desafío de El Destino para hacerme cambiar de opinión de lo que yo mismo había propuesto. Habiendo pensado esto me dispongo con más tenacidad a seguir leyendo.

 

Por un rato vuelvo a olvidarme de las circunstancias externas gracias al imán mágico de este librito que además tiene el color de un imán. Vuelvo a sumergirme en la trama de la novela y sus personajes tan extraños. Sin darme cuenta voy pasando ágilmente las hojas como un maratonista de gloriosa trayectoria que -todos lo saben- volverá a ganar. Así voy de la página 40 a la 53 de allí a la 61 y cuando me doy cuenta me quedan 3 hojas para terminar el libro.

 

Pasaron casi 40 minutos desde que retomé la lectura. Levanto la cabeza y veo a las señoras robustas relajadas mirando películas. Miro un poco más allá y veo a una azafata sonriendo con un carrito lleno de bebidas. Veo a la gente sirviéndose vino con una alegría y paz que no había visto hacía mucho tiempo. Me apresuro yo también a pedir otro vaso de vino. De pronto todo lo anterior parece no haber sucedido nunca. Me faltan 3 hojas para terminar El Gran Misterio. Ya había pensado esto antes, muchas veces, pero nunca con tanta claridad:

 

La literatura es un salvavidas.

 

MT, 3/2019